“-¿Cómo se llama usted? Se
cubrió su risa con la mano fina y me miró por entre dos dedos con su ojito
verde.
-Se va usted a reír…un nombre
muy feo. Y en vez de decírmelo me lo escribía lentamente y como desilusionada.
Puso primero una Z muy lenta
y adornada, Zenobia… “
Así cuenta Juan Ramón Jiménez la presentación de
la que fue la mujer de su vida. Conoció a Zenobia, la “Americanita”, en la
Residencia de Estudiantes, en el verano de 1913, y se enamoró perdidamente:
Ella es una muchacha que, claro, no diré
que es mejor a las demás, porque en el mundo hay muchísimas mujeres de valía,
pero uno ha de hablar en relación con aquellas que conoce, y yo de cuantas he
encontrado es la mejor –no sé si a los demás les gustaría, y esto me tiene sin
cuidado–, pero a mí sí. Es agradable, fina, alegre, de una inteligencia
natural, clara, y que tiene gracia, esa gracia especial que se adquiere con los
viajes, con la gran educación social del país norteamericano donde está
educada; que sabe varios idiomas, ha viajado, ha visto muchísimo, ha leído
también mucho, y con todo es muy joven.
Será la
traducción de Rabindranath Tagore lo que les una como pareja, no solo
sentimental sino también laboral. De sus diarios y cartas se deduce que Zenobia
nunca se sometió a otra voluntad que no fuera la propia. Así lo demuestran sus
negocios en el Madrid de los años veinte y treinta: la tienda Arte Popular
Español, la renta-decoración de pisos
para diplomáticos extranjeros...
Desde su juventud Zenobia también estuvo involucrada en trabajos
sociales: en La Rábida puso en marcha una escuela rudimentaria para alfabetizar
a los niños del lugar. Ya en Madrid, visitas a
domicilio, protección a menores refugiados,… Antes del exilio empeñó sus joyas
y dejó el dinero para atender a estos niños, a los que siguió ayudando desde la
distancia.
Pero a pesar de toda esta actividad que
desarrollaba Zenobia, su gran preocupación siempre fue Juan Ramón, tanto su persona,
su salud, que tantos altibajos tuvo; y su obra, su poesía: éste fue el trabajo
principal y más querido por ella.
Y es por ello por lo que el poeta afirmará en unas palabras que leyó en
Estocolmo Jaime Benítez, rector de la Universidad de Puerto Rico: “Mi esposa Zenobia es la verdadera ganadora
de este premio. Su compañía, su ayuda, su inspiración hicieron, durante
cuarenta años, mi trabajo posible. Hoy, sin ella, estoy desolado e indefenso.” Y
es que Zenobia había muerto el 28 de octubre de 1956, tres días después de
concederse el Nobel a Juan Ramón, vencida por el cáncer de matriz contra el que
batallaba desde hacía cinco años.
María
Teresa León, mujer de Alberti, en su
libro Memoria de la melancolía,
escribe:
Zenobia Camprubí acababa de recibir
el Premio Nobel. [...] ¿Y sin Zenobia, hubiera habido premio? [...] ¿Qué era lo
que Zenobia solucionaba tan imperiosamente? Pues la vida. La vida de los poetas
no se soluciona como la de los pájaros [...]. Los poetas comen, duermen, se agitan
[...]. Bueno, no, peor, son más difíciles que cualquier hombre. Zenobia
Camprubí sabía muy bien esto. Si Juan Ramón era el hilo tejedor de la más alta
poesía española [...] Zenobia era para Juan Ramón la urdimbre. En su fuerza
segura se trenzaba la existencia diaria de Juan Ramón.
Y también afirmará: “ Prefirió vivir junto al fuego y ser la sombra”
¿La sombra? ¿Esa sombra que siempre está
detrás? Hay una frase de todos conocida (que a mí me suena
machista) que dice así: “Detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer”. En la vida de Juan Ramón Jiménez se
hace realidad, pero no detrás, sino a su lado, porque Zenobia Camprubí Aymar es
su inspiración, su apoyo, su editora, su colaboradora,… Una mujer singular en
su época, siempre a favor de la emancipación de la mujer, que pensaba que el
matrimonio estaba fuera de lugar (“Yo soy
la clase de mujer que no se casa (...) Todavía no he visto al hombre que me
pudiera hacer más feliz de lo que creo poderlo ser siendo soltera”). Buena
amiga de María de Maeztu y Victoria Kent –con las que fundó el Lyceum, el
primer club para mujeres afiliado al de Londres–, estuvo siempre muy atenta a
las grandes preocupaciones de la época, al feminismo progresista, y si hoy la
mujer actual goza de derechos ha sido gracias a mujeres como Zenobia, que nos
abrieron caminos.
Es en
los últimos años cuando se está
reconociendo su valía, sobre todo por
Graciela Nemes, la Fundación Zenobia y
Juan Ramón y por la Universidad de Huelva, que acaba de publicar bajo el
título Diario de dos reciencasados, los
escritos del diario de Zenobia junto a los de Juan Ramón, que junto a las
traducciones de Tagore, coloca en su justo espacio a Zenobia Camprubí, en
paralelo con Jiménez y no detrás.
Si hay algo que me gusta de ella (además de
verla una mujer
realista, directa, exigente consigo misma, emprendedora, inteligente) es su semblante, siempre sonriente. No hay una foto de ella en la que
no muestre ese gesto amable, cordial, campechano, … ese gesto que tiene la
persona que está feliz consigo misma, que tiene las
ideas claras sobre su vida, que decide sobre su
futuro, que es capaz de adaptarse a las circunstancias que la vida le va marcando.
Así es la sonrisa de Zenobia Camprubí.
Ana María García Lupiáñez
Profesora de Lengua castellana y
Literatura
Coordinadora del Plan de Igualdad
Para la elaboración de este artículo he consultado: Zenobia Camprubí,
con luz propia, edición de la Fundación Zenobia y Juan Ramón de Moguer, por
el centenario de su estancia en La Rábida, 2009; Zenobia Camprubí, una vida hacia Juan
Ramón, de Emilia Cortés Ibáñez, ponencia en la Residencia de Estudiantes en
2006 y Zenobia Camprubí,
mujer sin sombra, por Yaiza Santos en Letras Libres, agosto 2012.
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